viernes, 20 de mayo de 2011

Somos lo que hacemos, no lo que decimos

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Aprende a aplicar principios generales a casos concretos de acuerdo con la naturaleza

La vida prudente empieza por aprender cómo poner en práctica principios como «no hay que mentir». El segundo paso consiste en demostrar la verdad de esos principios, como las razones por las que no hay que mentir. El tercer paso, que conecta los dos primeros, es indicar por qué las explicaciones bastan para justificar los principios.

Aunque el segundo y el tercer paso son valiosos, el primero es el más importante. Pues es demasiado fácil y habitual mentir mientras demostramos ingeniosamente que mentir está mal.


«¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y eh aquí la viga en el ojo tuyo? Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano.»
Jesús de Nazareth

Empieza a vivir tus ideales

Ha llegado el momento de que te tomes en serio vivir tus ideales. Una vez que hayas determinado los principios espirituales a los que quieres servir de ejemplo, acata esas reglas como si fueran leyes, como si en efecto fuera pecaminoso incumplirlas. No debe importarte que los demás no compartan tus convicciones. ¿Cuánto más tiempo vas a ser capaz de postergar a quien realmente quieres ser? Tu yo más noble no puede seguir esperando. Pon en práctica tus principios, ahora. Basta de excusas y dilaciones. ¡Esta es tu vida! Ya no eres un niño. Cuanto antes emprendas tu programa espiritual, más feliz serás Cuanto más esperes, más vulnerable serás ante la mediocridad y te sentirás lleno de vergüenza y arrepentimiento, porque sabes que eres capaz de más. A partir de ahora, promete que dejarás de defraudarte a ti mismo. Sepárate de la multitud. Decide ser extraordinario y haz lo que tengas que hacer, ahora.

"Aunque uno recite muy a menudo las escrituras, si es negligente y no actúa en consecuencia, es como el vaquero que cuenta las vacas de los otros. No obtiene los frutos de la Vida Santa."  
Siddharta Gautama

Ejercita la discreción al conversar

La presunción no es el estilo del auténtico filósofo. Nadie disfruta con la compañía de un fanfarrón. Por consiguiente, no agobies a los demás con entusiastas relatos sobre tus hazañas. A nadie le importan mucho tus batallas y aventuras, y si te las consienten durante un rato es por mera educación. Hablar con frecuencia y en exceso de los propios logros resulta cansado y pretencioso. No es preciso que seas el payaso de la clase. Ni tampoco necesitas recurrir a otros métodos poco delicados para convencer a los demás de que eres listo, sofisticado o afable. La charla agresiva, fácil u ostentosa debe evitarse a toda costa. Pues disminuye la estima que te profesan tus conocidos. Mucha gente aliña su discurso con obscenidades en un  intento por dar fuerza e intensidad a lo que dicen o para incomodar a los demás. Niégate a seguir dichas conversaciones. Cuando la gente que te rodea empieza a hablar de forma insustancial e indecente, si puedes, vete, o cuanto menos guarda silencio y deja que la seriedad de tu mirada muestre que te ofende lo grosero de su lenguaje.

"Que tus palabras sean mas importantes que el silencio que rompes"

domingo, 15 de mayo de 2011

El arte de amar (Erich Fromm)

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Además del elemento de dar, el carácter activo del amor se vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos básicos, comunes a todas las formas del amor. Esos elementos son: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.

Que el amor implica cuidado es especialmente evidente en el amor de una madre por su hijo. Ninguna declaración de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que descuida al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle bienestar físico; y creemos en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo ocurre incluso con el amor a los animales y las flores. Si una mujer nos dijera que ama las flores y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su «amor» a las flores. El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor. La esencia del amor es «trabajar» por algo y «hacerlo crecer», el amor y el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja por lo que se ama.

El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor: el de la responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese término para denotar un deber, algo impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesidades, expresadas o no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa estar listo y dispuesto a «responder». La persona que ama, responde. La vida de su hermano no es sólo asunto de su hermano, sino propio.

Siéntese tan responsable por sus semejantes como por sí mismo. Tal responsabilidad, en el caso de la madre y su hijo, atañe principalmente al cuidado de las necesidades físicas. En el amor entre adultos, a las necesidades psíquicas de la otra persona.

La responsabilidad podría degenerar fácilmente en dominación y posesividad, si no fuera por un tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reverencia; denota, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar significa preocuparse porque la otra persona crezca y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica la ausencia de explotación. Quiero que la persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma que les es propia y no para servirme. Si amo a la otra persona, me siento uno con ella, pero con ella tal cual es, no como yo necesito que sea, como un objeto para mi uso. Es obvio que el respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia; si puedo caminar sin muletas, sin tener que dominar ni explotar a nadie. El respeto sólo existe sobre la base de la libertad: El amor es hijo de la libertad, nunca de la dominación.

Respetar a una persona sin conocerla, no es posible; el cuidado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el meollo. Sólo es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo y ver a la otra persona en sus propios términos.

Puedo saber, por ejemplo, que una persona está encolerizada, aunque no lo demuestre abiertamente; pero puedo llegar a conocerla más profundamente aún; sé entonces que está angustiada, e inquieta; que se siente sola, que se siente culpable. Sé entonces que su cólera no es más que la manifestación de algo más profundo, y la veo angustiada e inquieta, es decir, como una persona que sufre y no como una persona enojada.

Pero el conocimiento tiene otra relación, más fundamental, con el problema del amor. La necesidad básica de fundirse con otra persona para trascender de ese modo la prisión de la propia separatividad se vincula, de modo íntimo, con otro deseo específicamente humano, el de conocer el «secreto del hombre». Si bien la vida en sus aspectos meramente biológicos es un milagro y un secreto, el hombre, en sus aspectos humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo -y para sus semejantes-. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos que podamos realizar, no nos conocemos. Conocemos a nuestros semejantes y, sin embargo, no los conocemos, porque no somos una cosa y tampoco lo son nuestros semejantes. Cuanto más avanzamos hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de los otros, más nos elude la meta del conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo que es «él».

Otro camino para conocer «el secreto» es el amor. El amor es la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco, me conozco a mí mismo, conozco a todos -y no «conozco» nada-. Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo que está vivo le es posible al hombre -por la experiencia de la unión- no mediante algún conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento. El amor es la única forma de conocimiento, que, en el acto de unión, satisface mi búsqueda. En el acto de amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos, descubro al hombre. El anhelo de conocernos a nosotros mismos y de conocer a nuestros semejantes fue expresado en el lema délfico: «Conócete a ti mismo» Tal es la fuente primordial de toda psicología. Pero puesto que deseamos conocer todo del hombre, su más profundo secreto, el conocimiento corriente, el que procede sólo del pensamiento, nunca se puede satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos a conocernos muchísimo más, nunca alcanzaríamos el fondo. Seguiríamos siendo un enigma para nosotros mismos, y nuestros semejantes seguirían siéndolo para nosotros. La única forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto trasciende el pensamiento, trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la experiencia de la unión. Sin embargo, el conocimiento del pensamiento, es decir, el conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de amar. Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetivamente, para poder ver su realidad, o más bien, para dejar de lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella. Sólo conociendo objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar. Esta afirmación tiene una consecuencia importante para el papel de la psicología en la cultura occidental contemporánea. Si bien la gran popularidad de la psicología indica ciertamente interés en el conocimiento del hombre, también descubre la fundamental falta de amor en las relaciones humanas actuales. El conocimiento psicológico se convierte así en un sustituto del conocimiento pleno del acto de amar, en lugar de ser un paso hacia él.

La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un punto de vista religioso, con Dios, no es en modo alguno irracional. Por el contrario, y como lo señaló Albert Schweitzer, es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se basa en nuestro conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no accidentales, de nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que nunca «captaremos» el secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar. La psicología como ciencia tiene limitaciones, y así como la consecuencia lógica de la teología es el misticismo, así la consecuencia última de la psicología es el amor.

Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son mutuamente interdependientes. Constituyen un síndrome de actitudes que se encuentran en la persona madura; esto es, en la persona que desarrolla productivamente sus propios poderes, que sólo desea poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia y omnipotencia, que ha adquirido humildad basada en esa fuerza interior que sólo la genuina actividad productiva puede proporcionar.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Nada te impide poder ser mejor en cada situación

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"Practica el arte de probar si las cosas son efectivamente buenas o no. Si te seduce la promesa de un placer cualquiera, da un paso atrás y concédete algo de tiempo antes de ir a por él sin pensarlo. Desapasiónate y dale un par de vueltas al asunto: ¿este placer me proporcionará un deleite momentáneo o una satisfacción real y duradera?

La calidad de vida y el tipo de persona en que nos convertimos cambian sustancialmente cuando aprendemos a distinguir entre las emociones baratas y las recompensas significativas y duraderas. Si al considerar con calma el placer en cuestión te das cuenta de que en caso de abandonarte al mismo te arrepentirás, absténte y disfruta del dominio sobre tu persona. Refuerza el triunfo de tu carácter y te fortalecerás."
Epicteto


Los acontecimientos son, por si mismos, impersonales e indiferentes

Cuando contemples el futuro, recuerda que todas las situaciones se desenvuelven del modo en que lo hacen sin tener en cuenta cómo nos hacen sentir. Nuestras esperanzas y temores ejercen influencia en nosotros, no en los acontecimientos. Las personas indisciplinadas, llevadas por sus antipatías y simpatías personales, siempre andan en busca de signos para construir o reforzar sus irreflexivos puntos de vista y opiniones. Mas los acontecimientos, por sí mismos, son impersonales, aunque las personas juiciosas sin duda pueden y deben responder a dichos acontecimientos de forma provechosa.

En lugar de personalizar una situación («es mi triunfo», «fue su metedura de pata» o «es mi amargo infortunio») y sacar conclusiones mordaces sobre ti mismo o la naturaleza humana, busca el modo de hacer un buen uso de ciertos aspectos del acontecimiento. ¿Hay algún beneficio, no evidente, encerrado en ese acontecimiento, que un ojo ejercitado pueda discernir?

Presta atención; sé un detective. Tal vez extraigas una lección que podrás aplicar a un caso similar en el futuro. En ningún acontecimiento, por horrible que parezca, no hay nada que nos impida buscar esa oportunidad escondida. No hacerlo supone un fallo de la imaginación. Pero buscar la oportunidad en ocasiones requiere armarse de mucho valor, pues la mayor parte de la gente que te rodea persistirá en interpretar los acontecimientos en los términos más groseros: éxito o fracaso, bueno o malo, bien o mal. Estas categorías simplistas y polarizadas eclipsan otras interpretaciones más relativas (y útiles) de acontecimientos que son mucho más ventajosos e interesantes.
El hombre prudente sabe que es infructuoso proyectar las propias esperanzas y temores en el futuro. Hacerlo sólo conduce a elaborar representaciones melodramáticas mentales y a perder el tiempo. Paralelamente, uno no debería mostrar una aquiescencia pasiva ante el futuro y lo que éste encierra. Limitarse a no hacer nada no evita el riesgo, sino que lo acrecienta. Hay un momento para planear con prudencia y hacer provisiones para las situaciones venideras. Prepararse como es debido para el futuro consiste en adoptar buenos hábitos personales. Esto se hace persiguiendo activamente el bien en todos los aspectos de la vida cotidiana y examinando regularmente las razones que te mueven, para asegurarte de que están libres de las trabas del miedo, la avaricia y la pereza. Si lo haces, los acontecimientos externos dejarán de zarandearte.

Ejercita tus intenciones en lugar de engañarte a ti mismo pensando que puedes manipular los acontecimientos externos. Si la oración o la meditación te sirven de ayuda, practícalas. Pero el consejo divino búscalo solamente cuando la aplicación de tu propia razón no produzca ninguna respuesta, cuando hayas agotado los
demás medios. ¿Qué es un acontecimiento «bueno»? ¿Qué es un acontecimiento «malo»? ¡Tales cosas no existen! ¿Qué es una buena persona? La que alcanza la tranquilidad tras adoptar el hábito de preguntarse en toda ocasión «¿qué es lo correcto?».


La esencia de la fidelidad

La esencia de la fidelidad reside ante todo en sostener opiniones y actitudes correctas con respecto a lo absoluto. Recuerda que el orden divino es inteligente y fundamentalmente bueno. La vida no es una serie de episodios fortuitos y sin sentido, sino un todo ordenado y elegante que obedece a leyes en el fondo comprensibles.

La voluntad divina existe y dirige el universo con justicia y bondad. Aunque no siempre lo parezca —si nos limitamos a ver la superficie de las cosas—, el universo en el que vivimos es el mejor universo posible. Toma la resolución de esperar justicia, bondad y orden, y se te irán revelando progresivamente en todos tus asuntos. Confía en que existe una inteligencia divina cuyas intenciones dirigen el universo. Haz que tu objetivo supremo sea gobernar tu vida de acuerdo con la voluntad del orden divino. Cuando te esfuerces en conformar tus intenciones y acciones al orden divino, no te sentirás acosado, indefenso, confundido o resentido ante las circunstancias de tu vida. Te sentirás fuerte, decidido y seguro.

La fidelidad no es creencia a ciegas; consiste en practicar con constancia el principio de rehuir las cosas que no están bajo nuestro control, dejando que se resuelvan de acuerdo con el sistema natural de responsabilidades. Deja de intentar anticiparte o controlar los acontecimientos. Acéptalos, en cambio, con gracia e inteligencia. Es imposible mantenerse fiel a un propósito ordenado si tiendes a imaginarte que las cosas que escapan a tu poder son inherentemente buenas o malas. Cuando esto sucede, se establece sin más el hábito de culpar a los factores externos por nuestra suerte en la vida, y nos perdemos en una espiral negativa de envidia, discordia, disgusto, ira y reproche. Pues por naturaleza todas las criaturas rechazan las cosas que les harán daño y buscan y admiran las que parecen buenas y provechosas.

El segundo aspecto de la fidelidad es la importancia de observar prudentemente las costumbres de nuestra familia, nuestro país y nuestra comunidad local. Participa en tu comunidad con el corazón puro, sin avaricia ni extravagancia. Haciéndolo, te unes al orden espiritual de tu pueblo y favoreces las aspiraciones esenciales de la humanidad.

La fidelidad es el antídoto de la amargura y la confusión, y nos confiere la convicción de estar preparados para cualquier cosa que la voluntad divina nos destine. Debemos aspirar a ver el mundo como un todo integral, inclinar fielmente todo nuestro ser hacia el bien supremo y adoptar la voluntad de la naturaleza como si fuera la propia.

La felicidad sólo puede hallarse en el interior

La libertad es la única meta que merece la pena en la vida. Se consigue prescindiendo de las cosas que escapan a nuestro control. No podemos tener un corazón alegre si nuestras mentes son un afligido caldero de temor y ambición.

¿Quieres ser invencible? Entonces no entables combate con aquello sobre lo que no tienes un control real. La felicidad depende de tres cosas, y las tres están bajo tu poder: la voluntad, las ideas respecto a los acontecimientos en los que estás envuelto y el uso que hagas de esas ideas.

La auténtica felicidad siempre es independiente de las circunstancias externas. Practica la indiferencia para con las circunstancias externas. La felicidad sólo puede hallarse dentro. Con cuánta facilidad nos deslumbran y nos engañan la elocuencia, los cargos, los títulos, los honores, las posesiones, la ropa cara o un porte afable. No cometas el error de dar por sentado que las celebridades, los personajes públicos, los líderes políticos, los ricos o quienes poseen grandes dotes intelectuales o artísticas son necesariamente felices. Hacerlo es dejarse desconcertar por las apariencias y sólo hará que dudes de ti mismo.

Recuerda: la esencia real de la bondad sólo se halla entre las cosas que están bajo tu control. Si no olvidas esta premisa, no te encontrarás en falso sintiendo envidia o desolación, comparando lamentablemente tus logros con los de los demás. Deja de aspirar a ser otro que tú mismo, pues esto está bajo tu control.